Los relatos más bellos del mundo (y XI)
Archivado en: Cuaderno de lecturas, Los relatos más bellos del mundo
(viene de la entrada del cuatro de marzo de 2021)
Está claro: el antólogo anónimo de Los relatos más bellos del mundo reservó los mejores para el capítulo final. Reunidos bajo el epígrafe de Llega el futuro, los textos allí copilados también habían podido estarlo bajo el título de Ciencia Ficción. De una u otra manera, resultan igualmente encomiables. A diferencia de los incluidos en las paginas precedentes, entre los que, empero la abundancia de lo bueno, no faltan piezas que no merecen semejante dignidad, estos últimos sí que puede que sean la mejor representación de la narrativa fantacientífica de finales de los años 60. Seguramente lo he apuntado ya, en alguno de los artículos anteriores que he dedicado a esta lectura, una de las más dilatadas de toda mi experiencia. No obstante, para los que no lo hayan leído, repetiré que el pie de imprenta de la selección está fechado en el Madrid de 1969.
Un año antes, en el 68, el estreno de 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick, había marcado un antes y un después en la historia del género. Arthur C. Clarke, su guionista, ya era una de las grandes referencias tanto de la ciencia aplicada como de la ficción. Sus artículos sobre satélites artificiales en la órbita geoestacionaria le habían procurado la admiración de la comunidad científica internacional. Como autor de ciencia ficción también se había hecho notar. Especialmente en el ámbito de la llamada Hard, que no es otra que aquella que concede una especial relevancia a los aspectos técnicos, lo que la mantiene dentro de la plausibilidad. Ya entonces -como ahora- la hard sf tenía en 2001... uno de sus paradigmas.
No sé si también fue ése el caso de El centinela (1953), el relato en el que se basa el guión de la Odisea -escrito (ampliado), como es harto sabido, durante el rodaje de Kubrick-. Lo que sí tengo claro es que Los nueve billones de nombres de Dios, la pieza del inglés que le trae a estas páginas, tendría más posibilidades de ser factible que ese mestizaje, entre la inteligencia biológica y la artificial, al que tantas vueltas viene dando el género desde que se enseñoreó de él el ciberpunk. La primera edición de Los nueve billones de nombres de Dios podría remontarse a ese 1953 de El centinela. Hasta cierto punto, el protagonismo del ordenador es el mismo en ambos relatos.
Nunca olvidaré que, en los días de mi infancia, los primeros ordenadores aún funcionaban con tarjetas perforadas y, perfectamente, podían ocupar una planta entera de la oficina moderna. Esas mismas cartulinas son las que utiliza el "ordenador de secuencias", que aún lo llama Clarke. Un Gran Lama contrata los servicios de una de estas potentes máquinas a una empresa de Nueva York para dar con el nombre de Dios entre los nueve billones de combinaciones posibles.
Mientras formaliza el arrendamiento, el monje resulta ser un hombre tan grave y apacible como los descreídos imaginamos a todos estos religiosos. Para sorpresa de Wagner, el comercial de la firma que le alquila la máquina, está al corriente de cuanto concierne al grupo electrógeno que proporciona electricidad a su monasterio y es consciente de que va a precisar de técnicos de la empresa arrendadora para manejar la máquina.
Así, tras una elipsis, Clarke nos presenta a George Handley -el traductor, también anónimo y afecto a la antigua norma de escribir todos los nombres extranjeros en español le llama "Jorge"- y a Chuck en una recóndita lamasería del Tíbet. Ya llevan allí varias semanas y no pueden ocultar su nostalgia por la civilización. Está claro que el autor -afincado en Sri Lanka desde el 53- hace toda una apología de la supuesta paz y el ritmo lento que, al parecer, irradia el lejano Oriente a los siempre apresurados occidentales modernos. Pero a los protagonistas de esta pieza les sucede lo que me pasaría a mí mismo, que no resisto más de quince días fuera de Madrid: les agobia tanta calma. Después de tres meses en el monasterio, el Mark V está a punto de descubrir el nombre de Dios.
Según la tradición, cuando eso suceda significará el fin del mundo. Naturalmente, los estadounidenses no dan ningún crédito al asunto. No obstante, tienen el convencimiento de que, cuando se descubra el nombre de Dios y vean que no pasa nada, los lamas, de una u otra manera se sentirán estafados y la emprenderán contra ellos. Deciden, pues, obrar para que Mark V no dé con el nombre del Hacedor antes de que ellos estén ya bajando de la montaña, prestos a coger el avión que ha de llevarlos de nuevo a las prisas y el ajetreo del siglo XX.
Y en ello están precisamente. Como ya se van, incluso se dejan seducir por la visión del firmamento que les ofrece la montaña. Eso es lo que hay cuando las estrellas comienzan a apagarse y entendemos que sí, que el ordenador de secuencias ha dado con el nombre de Dios y las estrellas han empezado a extinguirse.
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Uno de los deseos, que como lector vengo acariciando desde hace tiempo, es dar cuenta de una buena antología de la ciencia ficción soviética. Mi descubrimiento de Los cangrejos corren por la isla, de Anatoli Dneprov, ha venido a ratificarme en dicha idea. Este autor, hoy todo un clásico de aquellas letras, en 1958, cuando se publicó por primera vez su relato, sólo debía de ser uno de los nombres prominentes del boom al que asistía el género al otro lado del entonces llamado Telón de Acero. Leída ahora su pieza, diría que se ha puesto tras la de Clarke para dotar a la selección de cierto equilibro ente las dos polarizaciones del mundo durante la Guerra Fría.
Siempre en pie de guerra, empero el aparente pacifismo frente al capitalismo que pretendía vender la URSS, Dneprov nos refiere la experiencia de un militar (el teniente Bad) y Cookling un eminente científico. Los soviéticos, nos son presentados recién desembarcados en una calurosa isla del Pacífico. Cuando Bad quiere saber qué es lo que los ha llevado allí, Cookling le asegura que hacer unas comprobaciones sobre las teorías de la evolución de las especies de Darwin.
Pese a que el teniente no sale de su asombro, no tardará en comprobar que, a su modo, Cookling, su jefe, le ha dicho la verdad. Eso sí, no se trata de ninguna especie orgánica. Muy por el contrario, consiste en un mecanismo metálico, semejante a los cangrejos, que se alimenta de la luz solar. El único sentido de su existencia es devorar cuantos objetos metálicos encuentra -empezando por sus pares- para reproducirse a sí mismo en un modelo mejorado. Su fin -de ahí que, de pacifismo, poco- no es otro que, en caso de guerra, arrojarlos tras las líneas enemigas con el objeto de que los mecanismos acaben con todas las reservas de metal de su retaguardia, imposibilitando de este modo su arsenal. Tras montar todos los prototipos en distintos puntos de la isla, la lucha entre ellos no tarda en empezar. La nueva generación, nacida de los supervivientes, es mucho mejor y más voraz.
Lo malo de esta variación de las teorías darwinianas llega cuando se acaba el metal de los mecanismos y los cangrejos arramblan con todas las piezas metálicas de los humanos. Las latas del agua y los alimentos caen del mismo modo que los hierros de las tiendas de campaña. Ya desde las primeras líneas, me llamó la atención que el autor diese noticia de los dientes postizos de Cookling. El apunte se explica cuando, por culpa del metal que los conforma, los pequeños, pero terribles autómatas, acaban dando muerte a su creador.
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Ray Bradbury, junto con Welles y Verne, es mi autor de ciencia ficción favorito. No por previsible, Hora cero, su propuesta de estas páginas, resulta menos interesante. Su asunto nos habla de una madre, la señora Morris, sin más preocupación que el exceso de vitalidad con el que su hija, Mink, se entrega a un juego en el jardín de la comunidad de vecinos. En busca de cacerolas, cubiertos, herramientas y diversos objetos metálicos, precisos para el fabuloso entretenimiento, la niña irrumpe en la casa. Antes de llevárselo todo al jardín, la muchacha, a instancias de su progenitora, le dice que el juego se llama "La invasión".
Con el metal que obtienen en sus casas, los niños del barrio están conformando un fabuloso amasijo. Yo he creído imaginar un precedente de esa forma cuya elaboración tiene subyugado hasta el delirio al Roy Neary (Richard Dreyfuss) de Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977). Quede claro que, por lo general, aborrezco el cine de ese rey Midas del Hollywood contemporáneo que es Spielberg.
En una nueva y apresurada visita a casa para comer, Mink le dice a su madre que el juego está dirigido por un tal Drill, que viene "de Júpiter o Marte". Como los niños más mayores no creen en él, no quieren prestarse a su juego. En una de las carreras con las que entra y sale de su casa, la niña comenta a su madre que "espera que no le duela mucho".
Mediante una conversación por el "audiovisor" entre Mrs. Morris y su amiga Helen, Bradbury nos cuenta que todos los niños en todos los sitios están jugando al mismo juego.
Llegada la hora anunciada comienzan las explosiones, la invasión alienígena resulta ser cierta. Bradbury nos la da a entender mediante el miedo de los Morris, al ir a esconderse en el desván mientras oyen como Mink se acerca a ellos seguida por algo muy extraño. Es la niña quien descubre a sus padres a los marcianos.
Que el único apunte sobre los extraterrestres que se nos ofrece nos los describa como unas "sombras altas y azulosas" también me lleva a los alienígenas de Encuentros en la tercera fase. Son muchas las conclusiones que se desprenden de estas páginas. La primera es esa sugerencia de una invasión alienígena, o lo que es lo mismo: el fin del mundo con la complicidad de los niños, que en teoría representan su futuro.
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Decididamente, en Llega el futuro todo es dicha. Poul Anderson, el cuarto de los antologados, también cuenta entre mis favoritos, aunque cronológicamente es el último que he descubierto. Leí con avidez una pequeña selección de los Relatos de inmortales y con todo el detenimiento que se merece La patrulla del tiempo. En Duelo en Sirtys nos traslada a un Marte colonizado mucho tiempo atrás. En los cien años que han pasado desde que los colonos humanos se enseñorearon del Planeta Rojo, en la metrópolis terrestre se han impuesto los liberales en el gobierno y han abolido la esclavitud en Marte. Asimismo, se ha prohibido la caza de marcianos.
Sin embargo, el marciano Kreega, un superviviente nato, presiente al final del primer párrafo que "están cazando otra vez". Las plantas, las rocas y los diversos seres del lugar, pueden comunicarse con él y advertirle del peligro que le acecha.
En efecto, Riordan, es un cazador apasionado que ha matado con la misma deportividad a los dragones en llamas de Mercurio que a los reptiles del hielo de Plutón. Lo único que le falta es cazar a un marciano y satisfacer ese último deseo es lo que le lleva al recóndito Puerto Armstrong -está claro que Anderson escribía en los días de la gloria del Apolo 11-, uno de los lugares más recónditos de Marte.
Pero Kreega resulta ser un hueso duro de roer. Aunque el humano se vale de un perro y un halcón, también oriundos del Planeta Rojo, el marciano está dispuesto a vender cara su piel, por decirlo con el lenguaje de los tebeos de mi infancia. De hecho, Riordan ya le ha dado por muerto cuando Kreega, como en las cintas de miedo de nuestros días, se recupera -merced a un prodigio fisiológico de los marcianos- y acaba con Riordan. Eso sí, no le da muerte. Siempre obsesionado por el tiempo, Anderson nos cuenta cómo el marciano lo dispone todo para que el humano permanezca una eternidad, perdido en un paisaje desolado, confinado en su escafandra. Sin poder moverse y sin que nadie pueda hacer nada para ir a buscarlo.
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Enrico La Stella, el último seleccionado con A la busca del seno perdido se nos presenta como uno de los grandes narradores jóvenes; uno de los más sobresalientes de entre los italianos. Se habla de él como el más digno heredero de la Italia secular, referencia obligada en la historia del arte. Pero también como el que apunta maneras más atinadas hacia la modernidad. Modernidad de hace cincuenta años. Su relato está bien, pero su apunte biográfico me ha parecido exagerado. Buscando documentación sobre él queda todo explicado. Su vida se prolongó entre 1926 y 1999. Periodista y escritor, se ve que no pudo ganarse el sustento ni en un sentido ni en otro. De modo que se empleó como responsable de la sección de propaganda de la división italiana de Selecciones del Reader's Digest. Este último dato lo explica todo: Selecciones es la editorial Los relatos más bellos del mundo.
Que sea exagerado incluir a La Stella entre tanta excelencia, no quiere decir que su relato sea desdeñable; antes, al contrario. Una suerte de cefalópodo, dotado con cinco ojos y varios tentáculos, lleva a su hijo -nacido de un huevo que ha puesto él mismo padre- a una suerte de doctores para que le curen del mal que le afecta desde que anheló ser un terrestre.
Todo empezó al leer un poema de la prehistoria, un poema de la Tierra, escrito muchos milenios atrás. Sus versos hablaban de una madre que se acerca su hijo al seno aludido. Aunque lo de presentar a nuestros remotos descendientes como pulpos me ha desconcertado, debo reconocer que también ha resultado ser un método muy sugerente de darnos a entender que, en el futuro, así que pasen miles de milenios, la humanidad estará condenada a vivir bajo el agua. Visto así, esta última propuesta también puede entenderse como una pastoral postcatástrofe. Digno final para un tocho cuya lectura, pospuesta durante cincuenta años, amén de plenamente satisfactoria, ha acabado siendo uno de grandes desafíos de mi experiencia entre la letra impresa.
Publicado el 29 de julio de 2021 a las 03:00.